Por: Mario Luis Fuentes/México Social
La administración de Andrés Manuel López Obrador ha estado marcada por una política de seguridad que, desde su eslogan, ha generado un fuerte debate: “abrazos, no balazos”. Esta frase, que sintetiza la estrategia oficial para enfrentar la violencia en México, ha sido tanto alabada como criticada, dependiendo del sector que la analice. Mientras algunos interpretan esta política como un enfoque humanitario y basado en la pacificación, otros la consideran un reflejo de la debilidad del Estado frente a los cárteles del narcotráfico, especialmente en estados clave, como Sinaloa.
El caso de esa entidad es emblemático, pues ha sido el epicentro del narcotráfico en México durante décadas, siendo la cuna del “cártel de Sinaloa”, una de las organizaciones criminales más poderosas del mundo. Con jefes mafiosos como Joaquín “El Chapo” Guzmán e Ismael “El Mayo” Zambada, este cártel ha mantenido un control férreo sobre el tráfico de drogas, la economía subterránea y las dinámicas de poder locales. La captura y caída de “El Chapo” no debilitó al cártel como muchos esperaban; en su lugar, “El Mayo” Zambada asumió el control y consolidó su liderazgo. Sin embargo, tras su captura, se han registrado intensas olas de violencia en Sinaloa, lo que pone en entredicho la efectividad de la política de seguridad del Gobierno Federal.
El presidente López Obrador ha insistido en que la raíz de la violencia en México se encuentra en las desigualdades sociales, la pobreza y la falta de oportunidades para la juventud. Como respuesta, su política de seguridad se centró, al menos en el discurso, en la aplicación programas sociales y una postura de contención, evitando los enfrentamientos directos con las organizaciones criminales. En lugar de adoptar una estrategia confrontativa o de enfrentamiento armado, el actual gobierno ha optado por una política que busca “des escalar” el conflicto.
Sin embargo, esta estrategia ha sido señalada por su ineficacia. Los homicidios y la violencia en gran parte del país, sobre todo en estados como Jalisco, Michoacán, Guerrero, Baja California, Sonora, Guanajuato, y una vez más, de forma reciente, Chiapas, Tamaulipas y Sinaloa, han continuado o incluso aumentado, sugiriendo que los “abrazos” no han sido suficientes para detener la brutalidad de los cárteles. Es muy probable que esta política haya sido interpretada por los grupos criminales como un signo de permisividad y garantía de impunidad; o aún peor, de debilidad e incapacidad del Estado para contenerlos.
La captura de Ismael “El Mayo” Zambada es un hito importante en la lucha contra el narcotráfico en México. Se trata de un personaje que, durante más de cuatro décadas de una presencia dominante en el mundo del hampa, jamás había estado siquiera cerca de ser detenido, Sin embargo, en lugar de ser un golpe que garantice la desarticulación del cártel de Sinaloa, la detención de Zambada ha desatado una nueva ola de violencia que es leída por muchos como una guerra interna de uno de los cárteles más poderosos del mundo, que podría tener repercusiones incluso en la lógica de operación del crimen organizado trasnacional.
Debe subrayarse que en México se están viviendo procesos muy complejos de violencia armada y de las otras violencias. Y mientras que el diagnóstico de inicio del sexenio del presidente López Obrador indicaba que el país tenía problemas concentrados en algunas regiones, lo cierto es que los datos evidencian que no se trata solo de un número limitado de entidades, sino que la violencia pervive en ellas, pero también se extiende y prolifera en otras, de manera a veces temporal, y en otras se instala de manera muy peligrosa.
En ese caso están, por ejemplo, Zacatecas y Sonora, entidades donde en los últimos años hubo escaladas inusitadas de violencia, que llevaron incluso a la manifestación del gremio de las y los médicos debido al peligro que enfrentaban sus compañeras y compañeros en localidades rurales e incluso de áreas urbanas.
En Chiapas, la ciudad de Tapachula lleva al menos dos décadas de enfrentar procesos profundos y complejos de ruptura del tejido social; mientras que se ha consolidado como una de las fronteras más peligrosas del mundo pues por ahí se desarrolla todo tipo de tráficos ilícitos. En ese sentido, la penetración del crimen organizado ha sido de tal magnitud que el fenómeno de comunidades desplazadas y expulsadas de sus territorios está creciendo y son cada vez más los pueblos que sufren la extorsión y el despojo de territorios.
En Celaya e Irapuato, en Matamoros y Reynosa, en Cancún, en Morelia y Uruapan, en Guadalajara y toda su zona metropolitana, y en una ya incontable lista de ciudades, la presencia de los delincuentes es palpable; el nivel de agresión en contra de la sociedad civil crece; y los daños a los comercios y a la economía formal son cada vez de mayor envergadura, poniendo en severo riesgo a cadenas productivas y comerciales muy relevantes.
Frente a lo anterior, uno de los sectores más críticos de la administración de López Obrador ha sido la percepción de una supuesta “pax narca” o un “acuerdo no oficial” entre el gobierno y los cárteles. Las acusaciones de que el gobierno ha sido demasiado complaciente con ciertos grupos criminales han surgido en múltiples ocasiones, aunque no se han probado de manera concluyente. No obstante, la estrategia de “abrazos, no balazos” ha alimentado esta narrativa, especialmente cuando eventos violentos como los ocurridos en Sinaloa parecen demostrar que el Estado tiene poca capacidad para controlar el poder de los cárteles; a lo que se suman, de manera negativa, declaraciones tan desafortunadas del Ejecutivo, que es también el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, relativas a que “los grupos criminales deben tener mínimos de responsabilidad”, normalizando y hasta legitimando la acción y presencia de la delincuencia en la vida pública.
Además, la Guardia Nacional, una de las principales apuestas de López Obrador para enfrentar la violencia, ha mostrado una capacidad limitada para mantener la paz en las zonas más conflictivas del país. A pesar de su despliegue en los estados más violentos, los asesinatos, desapariciones, extorsiones y eventos de enorme estridencia continúan.
La militarización de la seguridad pública, combinada con una política de no confrontación, parece haber creado una paradoja en la que el Estado aumenta su presencia armada, pero evita el combate directo, lo que se traduce en una estrategia altamente ineficaz.
La relación entre el gobierno de López Obrador y los grupos del crimen organizado es compleja y su política de “abrazos, no balazos” ha generado más preguntas que respuestas. Si bien es claro que la violencia en México tiene raíces profundas y que no puede ser resuelta únicamente con enfrentamientos armados, también es evidente que la actual estrategia ha sido insuficiente para proteger a la población.
Los eventos en Sinaloa tras la captura de Ismael “El Mayo” Zambada son un recordatorio de la fragilidad de la paz en México y de la dificultad para combatir estructuras criminales tan profundamente arraigadas en la vida social, política y económica del país.
La gran pregunta que queda es si el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum continuará, sin modificar la política implementada por López Obrador; o bien, si articulará una nueva lógica de intervención que le lleve a encontrar un balance entre atender las causas estructurales de la violencia y, al mismo tiempo, enfrentar de manera efectiva el poder de los cárteles. Hasta el momento, los resultados sugieren que la fórmula de los “abrazos” necesita una revisión urgente antes de que la violencia siga escalando.