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La historia olvidada de Morelia

La historia olvidada de Morelia

Por: Rosalinda Cabrera Cruz

México es un enorme mosaico de historia; en cualquier punto del territorio nacional donde se excave, e incluso a flor de tierra, es posible encontrar restos que nos hablan de quienes nos precedieron desde tiempos muy remotos de la prehistoria, hasta épocas relativamente recientes, como fue el caso del antiguo camino real localizado durante las obras del distribuidor vial de la salida a Salamanca en Morelia y que data de los siglos XVII XVIIII y XIX.

Sin embargo y aunque los libros y documentos nos hablen de ello, en Morelia ese pasado remoto ha caído en el olvido e incluso ha desaparecido paulatinamente con el crecimiento de la mancha urbana, que continúa devorando todo aquello relacionado con las primeras culturas que habitaron el Valle de Guayangareo.

Morelia, al igual que cientos de lugares en el resto de la geografía michoacana, tenía pirámides, esas que se admiran en lugares turísticos como Teotihuacán, la zona maya o hablando de Michoacán, en Tzintzuntzan, Ihuatzio o Tingambato, pero que debido a su antigüedad o falta de monumentalidad, no fueron objeto sino de unos pocos estudios que hoy permanecen archivados, sin atención y sin darle seguimiento de las investigaciones iniciales.

Pocos saben que las culturas que habitaron el Valle de Guayangareo fueron incluso más antiguas que las de los purépechas en la zona lacustre, las de filiación nahua en las inmediaciones con el estado de Jalisco o los mismos nahuas que proliferaron en Tierra Caliente o en la costa michoacana, de donde se desprendieron diversas investigaciones que hoy permanecen archivadas.

Los Matlatzincas y antes que ellos los Pirindas fueron quienes fundaron sus asentamientos en las ricas tierras donde hoy se asienta la capital michoacana, pero los restos que confirman esto están completamente destruidos y sin un proyecto que busque rescatarlos, pese a que fueron contemporáneos con grupos de la cultura teotihuacana que hicieron incursiones comerciales por todo Mesoamérica, incluyendo Michoacán, cuyo atractivo era de tal magnitud que fundaron una ciudad en lo que hoy conocemos como Tingambato, allá entre el VI y VII después de Cristo.

La gente pasa sin verlos

Los morelianos suelen transitar por su ciudad sin prestar atención al legado histórico todavía presente. Aunque existen múltiples ejemplos de ello, nos referiremos a dos de ellos que destacan por su antigüedad: La Loma de Santa María y el Barreno.

Todos los capitalinos conocen la Loma, a veces colonia, a veces tenencia; la zona se asocia con la clase pudiente de Morelia, pero pocas personas han puesto atención a que en el lugar adonde hoy se encuentra un bello kiosco existió una pequeña pirámide, de la que en realidad quedan pocos vestigios.

Al crecer este asentamiento urbano, muy ambicionado para la edificación de casas por las vistas que se tienen del valle desde su altitud, fueron sepultando una población del preclásico (de alrededor del siglo VII después de Cristo), cuna de la cultura Pirinda; los pocos restos que aún quedan fueron investigados en 1974 por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, en cuyos archivos únicamente quedan algunas fotografías y pequeñas muestras de los entierros detallados con ofrendas que se rescataron del lugar.

Gracias a esas muestras, se ha podido saber que existió una cultura con jerarquías de ciudad relacionadas comercialmente con Teotihuacán, que dejaron en el sitio exquisitos trabajos de alfarería y elementos funerarios que inequívocamente pertenecieron a dicha cultura.

La Loma se exploró formalmente por el INAH en 1974, rescatando diversos restos a lo largo de lo que hoy es la avenida Camelinas, incluyendo donde hoy se ubica el club de golf, donde los adquirientes de los inmuebles de la zona obtuvieron de las excavaciones de los cimientos de sus casas figurillas que hoy guardan como reliquias o como elementos decorativos de sus hogares.

Al ser un sitio pequeño y por no contar con los recursos económicos suficientes para un proyecto de gran magnitud, al estilo de los localizados en otras partes de la entidad, el INAH recuperó únicamente los datos (que posteriormente se archivaron) y permitió que el crecimiento urbano literalmente devorara los entierros, piezas de cerámica y estructuras escalonadas que fortuitamente fueron encontradas, eso sí, no sin antes bautizarla con un nombre de referencia: Fase Loma Alta.

El sitio arqueológico de la Loma de Santa María, cuyos reportes indican sistemas de construcción bien edificados, drenajes (que hoy se confunden con túneles), un pequeño templo y terrazas usadas para la producción agrícola, no fue el único que pasó a ser sólo un número en los registros del INAH, pues de acuerdo con sus propios datos, hasta hace apenas 5 años se tenían reportados y localizados 41 asentamientos en los alrededores de lo que fue el Valle de Guayangareo, sobre todo al sur de la ciudad, incluido el Quinceo.

Aunque todavía existe la polémica acerca del origen de estos milenarios pueblos, se piensa que si bien pudo ser una cultura pre-pirinda, todo parece indicar que incluso fue anterior a ella, pues los estudios hablan de asentamientos de entre el 100 antes de Cristo al 450 después de Cristo, que hipotéticamente emigraron a otras regiones, donde fundaron sitios monumentales.

De todo esto ya no queda nada, salvo algunos cacharros y restos de obsidiana que pueden localizarse en lo que corresponde a la zona natural protegida. Quizá todavía afloren algunos restos más grandes donde se hacen edificaciones, para es ya toda una tradición no hacer el reporte al INAH cuando aparecen, porque se da por descontado la paralización de los trabajos de construcción.

Más conocido como balneario

Otro lugar antiguo en proceso de desaparición en Morelia es el conocido como El Barreno, al norte de la ciudad, el cual incluso se puede medio observar a simple vista desde el Periférico República, frente a lo que hoy se conoce como Torreón Nuevo.

El viejo lugar se ubica entre las colonias Jardines del Quinceo, El Realito y la Popular Progreso; ahí, en un terreno particular, aún es visible un gran montículo de piedras lleno de maleza, sobre el cual está lo que queda de una piscina graffiteada y un simple amontonamiento de rocas, producto seguramente de los pozos de saqueo excavados por personas que saben de la existencia de vestigios prehispánicos en el lugar.

La poca seguridad en el sitio llevó a la demolición de una casa de tres pisos que existía ahí y que estaba en completo abandono, con los cristales rotos y las paredes llenas de raros dibujos y símbolos; otrora, este espacio era utilizado por los indigentes para dormir.

El terreno donde se ubica el montículo es irregular y el dueño que aparece en el título de propiedad es el de Mario Chávez, pero lo cierto es que hoy por hoy está a la espera de su demolición, sobre todo porque ese pedazo de tierra es ambicionado por desarrolladores que aprecian su ubicación.

La peculiar formación rocosa puede ser identificada por los ojos menos entrenados, pues se aprecia desde el periférico Paseo de la República rumbo al Instituto Tecnológico de Morelia, dentro de lo que era la antigua zona de tolerancia de Morelia y aún tiene una fisonomía identificable parecida a la que captaron en 2009 las cámaras de los investigadores Ricardo Espejel y Gerardo García, hijo de Jesús García Tapia, investigador inicial del sitio basándose en estudios de Nicolás León.

Los pocos estudios del lugar indican que los constructores originales pertenecían a una cultura más antigua que los mexicas y los purépechas e incluso anteriores a los teotihuacanos que, pese a ello, no han sido objeto de un rescate arqueológico.

Cabe recordar que El Barreno fue registrado por Jesús García Tapia en 1956, y desde el principio los estudiosos difirieron acerca del origen cultural de los restos, pues es una estructura escalonada previa a las culturas del altiplano central de México, posiblemente del preclásico tardío.

De acuerdo con lo observado por García Tapia, la pirámide contaba con un túnel que se dirigía a Catedral, aunque la leyenda urbana siempre habla de túneles cuando la mayoría de las veces se trataba de acueductos subterráneos o incluso drenajes. Los escritos del estudioso llamaron la atención de algunos antropólogos y arqueólogos connotados que visitaron la zona, como Antonio Arriaga Ochoa, Donald. D. Brand, José Luis Lorenzo y Pedro Armillas.

Fueron García Tapia y Fabián Ruiz, posteriormente, quienes hicieron el hallazgo de cuatro entradas a la estructura y varios túneles, de los que dibujaron un croquis del interior; no obstante, previo a ello Nicolás León, fundador y primer director del Museo Regional Michoacano, invitó en 1904 a geólogos y arqueólogos a Michoacán para hacer una exploración en una de las entradas de la estructura, donde localizaron una mazorca petrificada, con una antigüedad de cuatro mil años a.C. que hoy se encuentra en exhibición en dicho museo.

Con base a los documentos de todos estos investigadores, el historiador Ricardo Espejel Cruz, realizó por su cuenta algunos estudios, que le llevaron a reencontrar la pirámide el 21 de marzo de 2009.

Más que una realidad, hace 15 años la pirámide era una leyenda urbana cuya existencia fue corroborada por fin, tras ser localizado el dueño del terreno, Mario Chávez, quien reconoció que no sabía que se trataba de una pirámide, y sólo mencionó que su padre había construido la casa de dos pisos (hoy desaparecida), para instalar un centro de diversión, ya que encima de la pirámide construyeron una alberca que funcionó durante los años 80.

Los estudios respecto al Barreno no han sido profundizados, lo que es lamentable porque podría perderse la posibilidad de ubicar con certeza una de las pirámides más antiguas de Michoacán y de México, a la altura solo de la pirámide de Cuicuilco y de los restos de Copilco en la ciudad de México, que mostraron el tránsito de los grupos de cazadores recolectores a los primeros asentamientos urbanos de esta parte del mundo, incluyendo un aspecto cultural de suma importancia: el desarrollo de la agricultura.

Para el INAH, no es pirámide

La única evaluación que efectuó el INAH en el lugar fue en 2017 y su dictamen fue más que polémico, pues aseguró que este es un basamento natural ocasionado por el choque de lava con agua, haciendo caso omiso de lo afirmado por investigadores previo a las investigaciones de la dependencia.

La visita de evaluación tuvo lugar el 13 de marzo de 2017 y del breve estudio descartó que la estructura sea una pirámide, lo que es entendible si se toma en consideración que muchos de los reportes de los académicos que acudieron al lugar se perdieron, amén que la destrucción del sitio siguió adelante.

Tal parece que lo que tampoco se está tomando en cuenta, son los numerosos hallazgos arqueológicos en los alrededores del Valle de Guayangareo, que llegan hasta Cuitzeo y a las cercanías de Capula, que denotan la existencia de asentamientos humanos en la capital de Michoacán desde el preclásico temprano.

Aun así, lo que sí quedó por escrito es que de acuerdo con la evaluación del INAH de 2017 este es un basamento natural, producto de un afloramiento de lava de uno de los muchos volcanes monogenéticos que se dan en la zona, el cual, con el agua de esta zona, determinaron las formas como el día de hoy se encuentran ahí.

Determinante o no, lo cierto es que la existencia de vestigios de culturas hoy desaparecidas siempre estimulan la imaginación y afianzan el orgullo local, regional o nacional. El reciente hallazgo de los restos del Camino Real de Morelia, aparecidos durante la construcción del distribuidor vial que conduce a la salida a Salamanca lo demuestran, pues incluso el gobierno del estado impulsa ahora su rescate, lo que es loable si se toma en consideración que es un camino que data de entre los siglos XVII y XIX.

Es de esperarse que ese mismo interés pudiera demostrarse en lugares cuya antigüedad colocarían a los pueblos autóctonos de Michoacán entre los primeros de México y América.

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