El monopolio de las candidaturas
El monopolio de las candidaturas
Construir democracia es uno de los retos de mayor complejidad para nuestra sociedad. No hay, hasta ahora, ningún régimen que en mayor medida permita la expresión del pluralismo político y la defensa de los derechos humanos y las libertades políticas y civiles.
Por: Mario Luis Fuentes/México Social
En el caso mexicano, la democracia que hemos construido tiene un gran número de virtudes: permite la realización de elecciones libres; los votos se cuentan por las y los ciudadanos y, por lo tanto, cuentan legítimamente, y tenemos un marco constitucional y legal que, a pesar de sus deficiencias, ha permitido razonablemente bien, procesar el conflicto social y la transmisión continua y ordenada del poder.
A pesar de lo anterior, existen reformas pendientes que no han querido llevarse a cabo, y que han limitado en buena medida garantizar un juego democrático cada vez más amplio, en la búsqueda de construcción de gobiernos y parlamentos de calidad.
Una de esas reformas es la relativa a los requisitos y plazos para la creación de agrupaciones políticas y partidos políticos. La regulación que hoy se tiene es sumamente restrictiva y, de acuerdo con expertos como Diego Valadés, abiertamente inconstitucional pues restringe injustificadamente la libertad de asociación y reunión reconocida en la propia Carta Magna.
El tema es mayor, porque los partidos políticos mantienen, en los hechos, el monopolio de las candidaturas para acceder a cargos de elección popular, desde los municipios, hasta el gobierno y el Congreso federal. Así, a pesar de que está abierta la posibilidad de candidaturas independientes, lo cierto es que hay muy pocas posibilidades de que las y los ciudadanos sin partido puedan competir en condiciones de igualdad, en contra las de las poderosas estructuras electorales que mantienen los partidos.
Las limitantes a la creación de nuevos institutos políticos tienen su razón de ser. Fundamentalmente hay dos: a) que hay una larga historia de partidos-negocio que se crean sólo con el propósito de acceder a los recursos públicos, pero que en términos de representación ciudadana o defensa efectiva de agendas tienen una nula presencia; y b) el riesgo de que poderes fácticos, legales o ilegales, se apoderen de estructuras partidistas para defender intereses contrarios o ajenos al interés general.
En ambos casos, la legislación vigente ha fracasado. Ni se ha impedido que familias o grupos políticos y económicos se apoderen de partidos nacionales o estatales; ni mucho menos que el crimen organizado haya penetrado a los partidos en distintas zonas o regiones, e incluso que hayan cooptado y corrompido a gobiernos estatales. De otro modo sería difícil explicar el importante número de exgobernadores ligados y procesados por vínculos acreditados con el narcotráfico.
La legislación vigente -al contrario del propósito argumentado por el Congreso- ha facilitado y promovido una forma de democracia disfuncional, que alienta la emergencia de figuras caudillistas y posturas patrimonialistas del poder; y desincentiva la organización y participación de la mayor parte de la ciudadanía en procesos de discusión y toma de decisiones. Así se demuestra en los recientes procesos de “democracia participativa”, en los cuales los niveles de votación han resultado irrisorios, pues dependen estrictamente de las estructuras partidistas tradicionales, organizadas para la movilización del voto popular.
Estamos pues ante el reto de encontrar una regulación jurídica que permita equilibrar controles para evitar el abuso de quienes hacen de los recursos públicos un negocio privado; pero que al mismo tiempo no restrinja el derecho constitucional que tenemos todas y todos de organizarnos y participar activamente en la disputa por los cargos públicos, en procesos que garantizan equidad en el acceso y desarrollo de la contienda.
Tener gobiernos y leyes de calidad, en el sentido de que sean auténticos garantes del paradigma constitucional de derechos humanos que afortunadamente hoy tenemos, requiere de más y más democracia; de más flexibilidad e imaginación jurídica para que el pluralismo sea auténticamente el sustrato de nuestra deliberación y sistema de construcción de decisiones de los asuntos públicos.